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martes, 25 de agosto de 2015

Amy y los tiburones egoístas

Un libro que te apasionará
Amy tuvo un sueño. Soñó que era una tiburón. Desde pequeña tuvo que sobrevivir sola al igual que lo hacían los demás tiburones. Cada uno vivía a su aire y así se había hecho siempre. Su instinto la llevó a protegerse con gran agresividad de otros tiburones cuando la comida escaseaba lo cual ocurría cada vez con más frecuencia en el bonito archipiélago en donde vivía.
Pero el problema era que Amy se hacía preguntas. Mientras que los demás tiburones se dedicaban a cazar peces de forma imparable y muchas veces atiborrándose de ellos, Amy pensaba tratando de encontrar un sentido a su vida.
Amy era joven y muy lista y se daba cuenta de que su cuerpo no era una casualidad. Observaba a otros peces y en general todos eran mucho más lentos y torpes que ella. Su cuerpo y sus capacidades eran un auténtico prodigio de la naturaleza a pesar de que sus compañeros, por llamarles de alguna forma, no se daban cuenta de ello y casi siempre estaban quejándose.
Los demás tiburones eran terribles. Cuando no cazaban, discutían entre ellos y en muchas ocasiones se devoraban unos a otros. No existía ninguna sensación de grupo y nadie estaba interesado en ayudarse. Eran asquerosamente egoístas y lo peor de todo es que estaban convencidos de que era precisamente ese egoísmo lo que les hacía tan fuertes ante los demás peces.
Amy no era feliz con aquel tipo de vida. En el fondo ella no disfrutaba tanto cazando y discutiendo sin parar y de buena gana se hubiera detenido a jugar un rato con algún otro tiburón o a charlar  de forma amistosa o incluso a contar un chiste y reírse. Pero cada vez que lo intentaba surgía algún tipo de problema y las cosas terminaban muy mal.
Una noche se acercó a la superficie para contemplar la luna llena.
El efecto de la luna y las estrellas sobre el océano era mágico pues el cielo parecía retorcerse en todas direcciones como si alguien moviera una gigantesca lupa. Amy pasó así mucho tiempo casi aletargada cuando entonces observó algo que nunca había visto.
Un poco más lejos un grupo de delfines nadaba alegremente. Amy se acercó con sigilo para poder observarles con atención. Los delfines no sólo no discutían entre ellos sino que reían y jugaban pasándolo en grande. Daban vueltas en círculos y de vez en cuando uno de ellos saltaba en el aire saliendo del agua y volando durante unos segundos.
Era formidable verlos así.
Como nunca había hablado con nadie, Amy no se atrevió a decir nada. Se quedó escondida en las rocas observándolos hasta que se marcharon.
Cada cierto tiempo los delfines volvían y jugaban de nuevo y Amy iba a su escondite a observarles. Se sentía feliz. Un día cuando los delfines se marcharon decidió intentar hacer un salto y sacar todo su cuerpo fuera del agua. Dio unas cuantas vueltas por el fondo hasta que cogió impulso y saltó hacia afuera.
De pronto se vio en el aire. La sensación fue increíble pues desde allí podía ver la luna y el mar de una forma sorprendente. Eso le animó tanto que dio un salto más fuerte. Con ello consiguió saltar un poco más alto y permanecer unos segundos más en el aire. Desde esa altura vio cosas en las que antes no había reparado.
Había muchas más estrellas y la luna era redonda. Ya no había ninguna lupa que lo deformase todo. Amy estaba tan contenta con su nuevo descubrimiento que se moría de ganas por compartirlo con los demás tiburones, pero estaba segura de que nadie la iba a escuchar y eso la deprimía. Se sentía muy sola y una lágrima asomó por sus inexpresivos ojos.
—¿Por qué lloras? —dijo una voz.
Amy se giró sorprendida y observó ante ella a uno de los delfines que la miraba sonriente. El delfín tenía unos ojos muy expresivos, a diferencia de los suyos, y parecía muy contento. Amy no estaba segura de lo que debía de responder pues nunca había hablado con nadie ya que los demás tiburones nunca querían hablar de nada y si les decía algo te atacaban.
—Vosotros podéis jugar en grupo, ¿cómo es posible?

—Es muy fácil —dijo el delfín pensativo —. Basta con hacer lo correcto.
—¡Pero nosotros siempre estamos peleándonos y discutiendo! —se quejó Amy.
—Lo sé —replicó el delfín —. Tenéis que aprender a entenderos sin que las peleas os destruyan.
—¿Pero cómo? —preguntó impaciente Amy con gran curiosidad.
—Pues dando una serie de pasos. Primero de forma individual y luego de forma colectiva. Creéme si dais los pasos correctos en la dirección correcta seréis un grupo unido y poderoso.
Amy no podía creer lo que estaba escuchando. ¿Era posible cambiar su naturaleza individualista? ¿Era posible dejar a un lado el egoísmo y trabajar juntos? Por un momento pensó que ella no era tan egoísta y que si ella no lo era sería posible que otros tiburones tampoco lo fueran. Un atisbo de esperanza apareció en sus ojos.
—¿Me enseñarás lo que tengo que hacer? —preguntó ansiosa.


—¿De verdad te gustaría aprender? —dijo el delfín.
—¡Por supuesto que sí!
—Es un camino duro, pero si quieres lo podemos intentar. ¿Cómo te llamas? —dijo el delfín.
—Amy, ¿y tú?
—¡Me llamo Jeff! —dijo alegremente el delfín.
Amy se sintió muy animada. Era la primera vez que mantenía una conversación con alguien. ¡Y encima este delfín era tan inteligente y comprensivo!
—¿Te gusta saltar eh? —dijo Jeff.
—¡Me encanta!
Entonces no hablaron más y se dedicaron a saltar en el aire durante el resto de la noche. Jeff le enseñó algunos trucos como por ejemplo hacer cabriolas en el aire o saltar hacia atrás proyectando el vientre hacia el cielo. Amy lo pasó estupendamente y quedaron en verse más veces para empezar con las lecciones.
Pasó el tiempo. Amy creció y se convirtió en un tiburón bien grande y temible por todos los peces mientras Jeff le iba contando los secretos del éxito de los delfines.
Jeff acudió puntualmente a su cita con Amy durante varios meses y le fue explicando cómo podían cambiar su naturaleza egoísta e individualista en otra más generosa, altruista y colectiva. Fue muy preciso en sus explicaciones.
Amy estaba fascinada.
Un día estaban nadando atravesando un banco de sardinas cuando llegó el momento de despedirse pues Jeff y todo su grupo de delfines se iban de viaje a otras aguas. Había llegado el momento de la migración estacional.
—En realidad es todo muy sencillo —dijo Jeff mientras nadaban tranquilamente —. Lo primero es cambiar uno mismo y poder pertenecer a un colectivo sin que pierdas tu singularidad.
—No lo entiendo —dijo Amy.
—Observa las sardinas —explicó Jeff —. Ellas son un grupo y siempre van juntas, sin embargo, cada una de las sardinas ha perdido su individualidad y ya no cuenta. No tienen autoestima.  
—¿Pero no es eso lo que pretendíamos? —protestó Amy.
—¡No! El grupo es importante y es bueno que exista porque es parte de nuestra naturaleza, pero al mismo tiempo el grupo no debe de destruir al individuo.
—¿Quieres decir que tenemos que seguir siendo nosotros mismos aunque pertenezcamos a un grupo?
—¡Esa es la idea! —contestó Jeff —. El grupo debe fomentar la individualidad y el individuo debe cuidar al grupo. Hay que encontrar el punto intermedio. En realidad, eso ocurre constantemente en la naturaleza. Todos formamos parte de algo superior y al mismo tiempo todos somos únicos.
Por fin llegó el momento de la despedida y Jeff se marchó alejándose por el océano que ese día tenía un color turquesa precioso. Nunca más se volverían a ver.
Amy se quedó con las últimas palabras que le había dicho Jeff y las grabó en su memoria. Todos formamos parte de algo superior y al mismo tiempo todos somos únicos. Ahora lo entendía todo y se sentía motivada y capaz de transmitir todos esos conocimientos a los demás tiburones.
Desde luego no iba a ser una tarea sencilla por lo que tendría que hacer acopio de todas sus cualidades y dedicarle una cantidad enorme de paciencia. Así que pensó que sería una buena idea escribir un libro.
Amy despertó de su sueño. Ya no era una tiburón. En realidad era una mujer adulta incomformista y con ganas de cambiar el mundo. A pesar de que todo había sido un sueño, recordaba perfectamente las lecciones del delfín.
Durante varios días Amy fue anotando en un cuaderno todas las cosas que recordaba que le había dicho el delfín. Luego las ordenó y buscó ejemplos de la realidad mediante los cuáles ilustrar las diferentes lecciones.
No resultaba fácil, así que tuvo que esforzarse en buscar buenos ejemplos y en explicar las cosas lo más claro posible. Quería que todo el mundo pudiera entender el proceso que le había explicado el delfín.
En realidad era un proceso que podía ser revolucionario. ¡Abandonar el egoísmo y la individualidad! Por eso pensó que sería un buen título hablar de «Autoayuda».

Amy se sentó delante del ordenador en la habitación de su casa y empezó a escribir el libro. Lo que vas a leer a continuación es el libro que Amy escribió.