Un libro que te apasionará |
Amy tuvo un sueño. Soñó que era una tiburón. Desde pequeña tuvo
que sobrevivir sola al igual que lo hacían los demás tiburones. Cada uno vivía
a su aire y así se había hecho siempre. Su instinto la llevó a protegerse con
gran agresividad de otros tiburones cuando la comida escaseaba lo cual ocurría
cada vez con más frecuencia en el bonito archipiélago en donde vivía.
Pero el problema era que Amy se hacía preguntas. Mientras que
los demás tiburones se dedicaban a cazar peces de forma imparable y muchas
veces atiborrándose de ellos, Amy pensaba tratando de encontrar un sentido a su
vida.
Amy era joven y muy lista y se daba cuenta de que su cuerpo no
era una casualidad. Observaba a otros peces y en general todos eran mucho más
lentos y torpes que ella. Su cuerpo y sus capacidades eran un auténtico
prodigio de la naturaleza a pesar de que sus compañeros, por llamarles de
alguna forma, no se daban cuenta de ello y casi siempre estaban quejándose.
Los demás tiburones eran terribles. Cuando no cazaban, discutían
entre ellos y en muchas ocasiones se devoraban unos a otros. No existía ninguna
sensación de grupo y nadie estaba interesado en ayudarse. Eran asquerosamente
egoístas y lo peor de todo es que estaban convencidos de que era precisamente
ese egoísmo lo que les hacía tan fuertes ante los demás peces.
Amy no era feliz con aquel tipo de vida. En el fondo ella no
disfrutaba tanto cazando y discutiendo sin parar y de buena gana se hubiera
detenido a jugar un rato con algún otro tiburón o a charlar de forma amistosa o incluso a contar un chiste
y reírse. Pero cada vez que lo intentaba surgía algún tipo de problema y las
cosas terminaban muy mal.
Una noche se acercó a la superficie para contemplar la luna
llena.
El efecto de la luna y las estrellas sobre el océano era mágico
pues el cielo parecía retorcerse en todas direcciones como si alguien moviera
una gigantesca lupa. Amy pasó así mucho tiempo casi aletargada cuando entonces
observó algo que nunca había visto.
Un poco más lejos un grupo de delfines nadaba alegremente. Amy
se acercó con sigilo para poder observarles con atención. Los delfines no sólo
no discutían entre ellos sino que reían y jugaban pasándolo en grande. Daban
vueltas en círculos y de vez en cuando uno de ellos saltaba en el aire saliendo
del agua y volando durante unos segundos.
Era formidable verlos así.
Como nunca había hablado con nadie, Amy no se atrevió a decir
nada. Se quedó escondida en las rocas observándolos hasta que se marcharon.
Cada cierto tiempo los delfines volvían y jugaban de nuevo y
Amy iba a su escondite a observarles. Se sentía feliz. Un día cuando los
delfines se marcharon decidió intentar hacer un salto y sacar todo su cuerpo
fuera del agua. Dio unas cuantas vueltas por el fondo hasta que cogió impulso y
saltó hacia afuera.
De pronto se vio en el aire. La sensación fue increíble pues
desde allí podía ver la luna y el mar de una forma sorprendente. Eso le animó
tanto que dio un salto más fuerte. Con ello consiguió saltar un poco más alto y
permanecer unos segundos más en el aire. Desde esa altura vio cosas en las que
antes no había reparado.
Había muchas más estrellas y la luna era redonda. Ya no había
ninguna lupa que lo deformase todo. Amy estaba tan contenta con su nuevo
descubrimiento que se moría de ganas por compartirlo con los demás tiburones,
pero estaba segura de que nadie la iba a escuchar y eso la deprimía. Se sentía
muy sola y una lágrima asomó por sus inexpresivos ojos.
—¿Por qué lloras? —dijo una voz.
Amy se giró sorprendida y observó ante ella a uno de los
delfines que la miraba sonriente. El delfín tenía unos ojos muy expresivos, a
diferencia de los suyos, y parecía muy contento. Amy no estaba segura de lo que
debía de responder pues nunca había hablado con nadie ya que los demás
tiburones nunca querían hablar de nada y si les decía algo te atacaban.
—Vosotros podéis jugar en grupo, ¿cómo es posible?
—Es muy fácil —dijo el delfín pensativo —. Basta con hacer lo
correcto.
—¡Pero nosotros siempre estamos peleándonos y discutiendo! —se
quejó Amy.
—Lo sé —replicó el delfín —. Tenéis que aprender a entenderos
sin que las peleas os destruyan.
—¿Pero cómo? —preguntó impaciente Amy con gran curiosidad.
—Pues dando una serie de pasos. Primero de forma individual y
luego de forma colectiva. Creéme si dais los pasos correctos en la dirección
correcta seréis un grupo unido y poderoso.
Amy no podía creer lo que estaba escuchando. ¿Era posible
cambiar su naturaleza individualista? ¿Era posible dejar a un lado el egoísmo y
trabajar juntos? Por un momento pensó que ella no era tan egoísta y que si ella
no lo era sería posible que otros tiburones tampoco lo fueran. Un atisbo de esperanza
apareció en sus ojos.
—¿Me enseñarás lo que tengo que hacer? —preguntó ansiosa.
—¿De verdad te gustaría aprender? —dijo el delfín.
—¡Por supuesto que sí!
—Es un camino duro, pero si quieres lo podemos intentar. ¿Cómo
te llamas? —dijo el delfín.
—Amy, ¿y tú?
—¡Me llamo Jeff! —dijo alegremente el delfín.
Amy se sintió muy animada. Era la primera vez que mantenía una
conversación con alguien. ¡Y encima este delfín era tan inteligente y
comprensivo!
—¿Te gusta saltar eh? —dijo Jeff.
—¡Me encanta!
Entonces no hablaron más y se dedicaron a saltar en el aire
durante el resto de la noche. Jeff le enseñó algunos trucos como por ejemplo
hacer cabriolas en el aire o saltar hacia atrás proyectando el vientre hacia el
cielo. Amy lo pasó estupendamente y quedaron en verse más veces para empezar
con las lecciones.
Pasó el tiempo. Amy creció y se convirtió en un tiburón bien
grande y temible por todos los peces mientras Jeff le iba contando los secretos
del éxito de los delfines.
Jeff acudió puntualmente a su cita con Amy durante varios meses
y le fue explicando cómo podían cambiar su naturaleza egoísta e individualista
en otra más generosa, altruista y colectiva. Fue muy preciso en sus explicaciones.
Amy estaba fascinada.
Un día estaban nadando atravesando un banco de sardinas cuando
llegó el momento de despedirse pues Jeff y todo su grupo de delfines se iban de
viaje a otras aguas. Había llegado el momento de la migración estacional.
—En realidad es todo muy sencillo —dijo Jeff mientras nadaban
tranquilamente —. Lo primero es cambiar uno mismo y poder pertenecer a un
colectivo sin que pierdas tu singularidad.
—No lo entiendo —dijo Amy.
—Observa las sardinas —explicó Jeff —. Ellas son un grupo y
siempre van juntas, sin embargo, cada una de las sardinas ha perdido su
individualidad y ya no cuenta. No tienen autoestima.
—¿Pero no es eso lo que pretendíamos? —protestó Amy.
—¡No! El grupo es importante y es bueno que exista porque es parte
de nuestra naturaleza, pero al mismo tiempo el grupo no debe de destruir al
individuo.
—¿Quieres decir que tenemos que seguir siendo nosotros mismos
aunque pertenezcamos a un grupo?
—¡Esa es la idea! —contestó Jeff —. El grupo debe fomentar la
individualidad y el individuo debe cuidar al grupo. Hay que encontrar el punto
intermedio. En realidad, eso ocurre constantemente en la naturaleza. Todos
formamos parte de algo superior y al mismo tiempo todos somos únicos.
Por fin llegó el momento de la despedida y Jeff se marchó
alejándose por el océano que ese día tenía un color turquesa precioso. Nunca
más se volverían a ver.
Amy se quedó con las últimas palabras que le había dicho Jeff y
las grabó en su memoria. Todos formamos parte de algo superior y al mismo
tiempo todos somos únicos. Ahora lo entendía todo y se sentía motivada y capaz
de transmitir todos esos conocimientos a los demás tiburones.
Desde luego no iba a ser una tarea sencilla por lo que tendría
que hacer acopio de todas sus cualidades y dedicarle una cantidad enorme de
paciencia. Así que pensó que sería una buena idea escribir un libro.
Amy despertó de su sueño. Ya no era una tiburón. En realidad
era una mujer adulta incomformista y con ganas de cambiar el mundo. A pesar de
que todo había sido un sueño, recordaba perfectamente las lecciones del delfín.
Durante varios días Amy fue anotando en un cuaderno todas las
cosas que recordaba que le había dicho el delfín. Luego las ordenó y buscó
ejemplos de la realidad mediante los cuáles ilustrar las diferentes lecciones.
No resultaba fácil, así que tuvo que esforzarse en buscar
buenos ejemplos y en explicar las cosas lo más claro posible. Quería que todo
el mundo pudiera entender el proceso que le había explicado el delfín.
En realidad era un proceso que podía ser revolucionario. ¡Abandonar el egoísmo y la individualidad! Por eso
pensó que sería un buen título hablar de «Autoayuda».
Amy se sentó delante del ordenador en la habitación de su casa y
empezó a escribir el libro. Lo que vas a leer a continuación es el libro que
Amy escribió.